Érase una vez un hermoso valle entre dos altísimas montañas, un riachuelo joven y revoltoso corría ladera abajo hasta él, y lo cruzaba hasta abrirse paso más adelante, donde se ensanchaba y seguía y no paraba. A los lados de éste crecían los árboles frutales más bellos jamás vistos. Sus frutos eran un delicioso cóctel de sabores y sentidos para quién los probaba. El acceso hasta el valle no era fácil, y es por eso que muy poca gente conocía la existencia de éstos árboles del Edén. Habían evolucionado de tal manera, que sus frutos tenían diversos colores a cual más llamativo. Desde lo alto de las montañas se veía allí abajo un manto cromático, a los lados del riachuelo serpenteante. Era digno de contemplar, es más, todo el que llegaba por casualidad a ese lugar quedaba embriagado por un hechizo difícil de olvidar. El que olía las flores de sus frutos en primavera, jamás olvidaba...y el que saboreaba sus blandos frutos; quería no marchar nunca de ese lugar. Pero había un algo negativo; esos árboles habían mutado generación tras generación, hasta llegar a un punto muerto. A pesar de que vivían muchas vidas y daban frutos hasta su muerte, no dejaban descendencia alguna. Se habían encerrado en aquel paraíso, era difícil de acceder allí, y además... sus frutos no contenían semilla alguna en su interior. Muchos son los intrépidos que habían cargado sus mochilas de frutos, que luego no fueron capaces de hacer brotar en otro lugar. Los pájaros se posaban en sus ramas y volaban a otros lugares, pero no había semilla alguna que depositar. Ni siquiera el viento, ni el agua... Sin embargo, uno de esos árboles tenía un extraño comportamiento. No daba frutos cada año, solo cada tres. Es por eso que muchos no lo advertían cuando encontraban aquel sitio. Y sus frutos aunque desprendían gran olor, tenían un multicolor apagado. Eran rojos con manchas verdes, naranjas y blancos con manchas amarillentas, incluso negros con tonos lilas; lo que no los hacía en absoluto apetecibles para la vista. Es por eso que nadie reparó en él nunca. Los árboles seguían sumando años, y los más cercanos al lugar, sabían que tarde o temprano no podrían deleitar los sentidos con ellos. Era curioso que esa obra divina de la naturaleza se quedase allí, algún día, sin más...extinguida. Solo unos pocos conocían ese paraje, por lo tanto eran también solo unos pocos los que lamentaban su pérdida algún día. Entonces un día de verano, todo se precipitó inevitablemente. Era aún un poco pronto, pero todos los árboles estaban llenos de frutos; todos... pues se cumplía el trienio de aquel árbol tan singular también. En las cimas de las montañas, el deshielo hacía bajar a aquel riachuelo con una cantidad de agua considerable pero normal para la época. Entonces ocurrió la catástrofe. Llegaron del norte unas nubes negras y amenazadoras, cargadas de lluvias torrenciales que descargaron sin piedad sobre las montañas y sobre el valle. Lluvia, granizo, vientos huracanados, las aguas bajaban ahora de las montañas en tromba, y arrasaban a su paso todo lo que encontraban. La mayoría de los árboles cedieron a las embestidas y se ahogaron río abajo. Los que aún apenas aguantaban habían perdido casi todos sus frutos y los más bajos estaban inundados. Cesó la tormenta, y el paisaje era desolador, no había ni rastro de los frutales. Solo uno se mantenía en pie sobresaliendo entre las aguas. El sol se alzó por encima de las montañas y pudo verse aquel frutal, en medio, solo...pero vivo. Las aguas fueron bajando su nivel con los días hasta volver a la normalidad. Y allí quedó solo él, el árbol del trienio, con cuatro frutos supervivientes... uno se soltó y cayó al agua, el río se lo llevó. Otro fue comido por un pájaro que voló muy alto y muy lejos. El tercero aguantó hasta cierto día de fuerte viento y ya podrido se desprendió en pedazos que transportó el viento. El cuarto cayó al suelo rodó y se fundió con la tierra. Mucho se perdió aquel día...pues el último superviviente, también dejó de hacer correr su savia por sus venas... Lo curioso es, que al cabo de unos años, un hermoso y desconocido frutal apareció en un lugar muy lejos de allí, pegado al río del valle, pero en un punto intermedio de éste. Otro hermoso frutal creció en un país lejano, donde los pájaros visitantes del valle migraban con los fríos. Un tercero apareció no muy lejos de allí, digamos que donde deja de soplar con más fuerza el viento. Y el más hermoso de todos, creció al lado del tronco seco del único superviviente. Aquel frutal se había dedicado toda su vida a intentar extraer todo su potencial interior, y guiado por la sabia naturaleza había conseguido crear frutos con semilla, que los diferentes elementos se encargaron de esparcir por el mundo. Hoy su obra crece en todo el planeta, en pocos sitios aún por desgracia se saborean sus frutos. Crecen en grupos, por parejas, solitarios.... en todos los corazones... ¿Por qué guardas tus semillas para ti? Esos árboles, somos tú y yo, él y ella. ¿Te imaginas un mundo lleno de semillas de amor y esperanza? Todas esperando a crecer... Por Jordi Luna
Semillas
Actualizado: 6 feb 2021
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